—¿Lirios violetas o blancos?

—Blancos.

—¿Tú crees?

—Violetas.

—¿Seguro?

—Rachel, cielo, me da igual de qué color sean las flores de las mesas.

—Te estaba preguntando por las flores de mi ramo…

—Da igual…

¿Da igual? ¿Cómo que da igual? ¡A mí no me da igual! ¡Estamos hablando de las puñeteras flores del puñetero ramo de la puñetera boda que sus puñeteros padres querían!

—Está bien —resoplo, conteniendo mi enfado—. Oye, esta tarde habíamos quedado con el carpintero, pero no creo que pueda ir porque tengo una reunión con un cliente.

—No te preocupes. Ya voy yo y mañana te cuento.

—¿Mañana? ¿Hasta mañana no nos vemos? ¿No vendrás a verme a casa esta noche?

—Eh… No creo. Estoy agotado…

—De acuerdo… —vuelvo a claudicar—. Acuérdate de decirle al carpintero que los muebles de la cocina los queremos en color crema, no blancos. Que los cambie.

—Sí, cielo. Lo haré.

—Está bien. Te echaré de menos…

—Y yo. Adiós.

Cuando se corta la llamada, despego el teléfono de la oreja y miro la pantalla. En la facultad de derecho, todas las chicas estaban locas por él por tres razones: su aspecto físico, su carisma y su cuenta corriente o, mejor dicho, la de sus padres. Así que digamos que Michael no me conquistó por ser un romántico, pero últimamente está más distante de lo habitual.

Quizá sea por culpa de la presión en el trabajo… Es ayudante del Fiscal General de Nueva York y eso le obliga a pasar horas y horas en los juzgados. Y en los ratos que le quedan libres, está reunido con clientes. Así que yo me tengo que conformar con las sobras de todo ello… cuando queda alguna, claro está.

O puede que sea porque aún vivimos separados, ya que la casa que ambos compramos en el Upper East Side está completamente desmantelada por culpa de las interminables obras. Nunca pensé que la casa necesitara ningún cambio, tenía ese aspecto rústico y antiguo, con algunas paredes de ladrillo a la vista y esa chimenea enorme… A mí me gustaba como estaba, pero poco a poco me fui dejando convencer por Michael para convertirla en un loft diáfano y blanco.

O a lo mejor sea por los nervios de la inminente boda… aunque eso es poco probable, ya que soy yo la que se está ocupando de todo. Soy yo la que soporta las llamadas a horas intempestivas de Candance, nuestra planificadora de bodas, para preguntarme si prefiero que las servilletas tengan forma de cisne o de flor. Además, no fui yo la que quiso casarse, no lo creía necesario, pero sus padres insistieron. Él hizo lo que siempre hace cuando se trata de sus padres, decir amén a todo. Y yo lo que siempre hago cuando se trata de él, claudicar.

—¿Rachel? ¿Hola?

—¿Qué?

—¿Has oído algo de lo que he dicho?

—Sí. Sí, claro, claro.

—¡Y una mierda! ¡Joder, Rachel…! Esta puñetera boda no va a acabar solo contigo, sino también con nuestro bufete, y, en consecuencia, conmigo. Por favor, céntrate…

Intento centrarme en lo que Kelly me dice. Acaba de llegar al despacho, porque aún lleva el maletín en la mano. Su serio atuendo compuesto por un traje de falda y americana negra contrasta con su pelo teñido de rojo y sus labios pintados del mismo color. Dice que este aspecto le ayuda a ganarse una reputación en los juzgados, y la verdad es que son muchos los colegas de profesión que la temen, aunque no sé si es más por su indumentaria que por su pico de oro. De todos es sabido que Kelly carece de ese sensato filtro entre el cerebro y la boca, tan necesario en algunas situaciones.

—Te decía que la reunión de esta tarde se ha adelantado. Tienes exactamente media hora para comer antes de tener que irte —dice tendiéndome una ensalada.

—¿Reunión…?

—¡Ay, la hostia! ¡¿No me jodas que no te acuerdas…?! ¡Te lo comenté hace unos días! ¿Ese cliente que me llamó la semana pasada…? ¿Un putero que después de haberse tirado a todas sus secretarias durante más de veinte años pretende escatimarle a su mujer hasta el último centavo de la pensión…? ¿Te suena de algo ya?

—Sí, sí —contesto—. Me acuerdo.

—Bueno es saberlo, porque ese putero es nuestro futuro cliente.

—Kelly… Te lo dije… No puedo defender a un tipo así.

—Incorrecto. Lo que no puedes es rechazar a un cliente que nos va a pagar lo que ese tipo nos va a pagar…

—¡Pero es inmoral!

—¡Pero el dinero nos da de comer! Además, he visto unos “Manolos” que tienen mi nombre escrito en la suela. —Pongo los ojos en blanco al escucharla y en cuanto me ve, se excusa—: Ríete, pero al lado de los “Kellys” me pareció ver unas botas “Rachels”. Que trabajar por “amor al arte” está muy bien y es muy gratificante, pero no paga las facturas…

—Lo sé, pero… Va contra mis principios.

—¿Comer va contra tus principios?

—Hazlo tú, Kelly. Tú tienes menos… más…

—No puedo. Estoy con la monjita a la que tú accediste a defender y que nos pagará, como mucho, con magdalenas y galletas hechas en convento.

—Pero es reconfortante saber que estás ayudando a mejorar esta sociedad. Además, no me digas que cuando te compres esos zapatos y te los veas puestos, no se te encogerá un poquito el corazón al saber que te los ha comprado un adúltero.

—Bueno, quizá… —Kelly levanta la barbilla y mira al cielo, pensándoselo durante unos segundos, hasta que me vuelve a mirar y los ojos le brillan, y cuando creo que le he tocado la fibra, suelta—: ¡No veas lo bien que me quedan puestos! Me acabo de ver y… ¡tienen que ser míos!

La observo con la boca abierta, pero ella ni se inmuta. Se quita el abrigo y la americana, aparta una de las pilas de expedientes que sepultan mi mesa y que juro por Dios que algún día archivaré, y se sienta frente a mí.

—¿Cómo van esas obras? —me pregunta para cambiar de tema.

—¿En cuánto tiempo se construyó el Empire State?

—En poco más de un año.

—¡No fastidies! —le pregunto con los ojos muy abiertos y el tenedor a medio camino entre la ensalada y mi boca.

—¿Tan mal van?

—Mal no, lentas. Muy lentas. Esta tarde va el carpintero que nos está haciendo los muebles de la cocina para que Michael le explique la diferencia entre blanco y crema.

—¿Y ya te fías del criterio de un hombre en esas cosas? Ten en cuenta que su cerebro solo procesa los colores básicos. No les saques del negro, rojo, verde y azul.

—No puedo ir porque tenemos la… Espera. La reunión que tenía es esta que se acaba de adelantar, ¿no?

—Supongo… Esta tarde solo teníamos esa preparada…

—Pues si se ha adelantado, sí podré llegar a tiempo para ver al carpintero. O más o menos…

—¿Ves qué bien? No hay mal que por bien no venga. Vamos a esa reunión, tenemos contento a nuestro cliente, yo consigo mis “Manolos” y tú una cita con tu carpintero daltónico —sentencia y a mí, al final, se me escapa la risa.

Es cierto que últimamente no entra demasiado dinero en nuestras cuentas, sobre todo desde que decidimos representar a una organización benéfica a la que no cobramos nada por nuestros servicios. La noticia corrió como la pólvora y nuestros dos clientes posteriores, una ONG y la novicia del convento de clausura que está defendiendo Kelly, tampoco han aportado nada a nuestras deprimidas cuentas bancarias. Así pues, esta vez me tragaré mis principios y defenderé a ese capullo lo mejor que pueda.

≈≈≈

Varias horas después, salgo de la reunión con unos retortijones mortales, y no es que me haya sentado mal la ensalada… Es que se me ha revuelto el estómago escuchando al impresentable al que acabo de acceder a defender. Camino por la acera mirando hacia atrás, en busca de un taxi, mientras llamo a Kelly para informarla de todo.

—¿Tenemos “Manolos”?

—Te los haré poner todos los días, aunque te salgan juanetes.

—¡Gracias, gracias, gracias! ¿Es majo o qué?

—Kelly.

—¿Qué?

—Es repugnante.

—¿En serio? ¿Tan feo es? ¿Y cómo se ha tirado a tantas tías?

—¿Pues porque era su jefe y temían ser despedidas?

—Qué poco amor propio.

—Ya te digo… Bueno, que llamaba solo para avisarte de que tenemos nuevo cliente y de que, aunque tarde, voy a mi futura casa para pelearme con el carpintero —digo mientras consigo detener un taxi, que se detiene a mi lado—. Al 122 de la 71, entre Park y Lexington.

—Perfecto. ¡Nos vemos mañana!

Durante el trayecto hacia mi futura casa, intento llamar a Michael para avisarle de que voy, pero su teléfono está apagado. Le envío un mensaje, aunque, veinte minutos después, cuando el taxi se detiene frente a nuestra futura casa, aún no he obtenido respuesta.

Antes de subir las escaleras de mi futura casa, levanto la vista para admirar la fachada. Me encanta el barrio, me encanta la calle y me encanta mi nueva casa, pienso junto antes de sacar las llaves del bolso. Cuando entro, la casa está demasiado silenciosa y oscura. Miro el reloj. Es cierto que el carpintero quedó en venir hace veinte minutos, pero, o ha entendido muy rápido el tema de los colores, o el muy impresentable aún no ha hecho acto de presencia. En todo caso, Michael debería estar aquí aún, pienso mientras salgo de la cocina y llego al salón comedor. No me molesto en encender los interruptores porque la luz está cortada, así que saco mi teléfono y uso la luz de su pantalla como linterna. Entonces escucho voces arriba y subo las escaleras. Al llegar al rellano de arriba, una luz tenue sale de lo que será nuestro dormitorio, donde por ahora solo hay una cama. Doy los últimos pasos y justo cuando estoy frente a la puerta, antes de empezar a abrirla, escucho una risa de mujer. Se me hiela la sangre y se me corta la respiración. Apoyo las yemas de los dedos en la madera y la muevo lentamente para abrirla. Mientras lo hace, aún tengo la esperanza de ver algo totalmente inocente, con una explicación totalmente lógica, pero entonces veo velas encima de una silla, ropa escampada por el suelo, mis sábanas blancas revueltas en la cama y dos cuerpos desnudos frotándose entre sí. Michael está encima de una mujer y esta le rodea el trasero con una pierna mientras arquea la espalda de placer.

No me muevo, no grito, no lloro, no me enfurezco. Soy incapaz de hacer nada aparte de contemplar la escena, hasta que ella gira la cabeza y me ve en el quicio de la puerta. Pega un grito y eso alerta a Michael, que posa los ojos en mí. Enseguida se separa de ella y se baja de la cama. Camina hacia mí totalmente desnudo y por primera vez en todos estos años, siento arcadas al verle. La mujer se tapa con la sábana, mi sábana, la que compré para mi cama, no la suya, y entonces, presa de una rabia intensa, esquivo a Michael y me acerco a la cama.

—¡Son mis sábanas! —grito dando un tirón que la deja totalmente expuesta ante mí—. ¡Es mi cama!

—Rachel, cielo… —me dice Michael—. Te lo puedo explicar.

—¡No hace falta que me lo expliques! ¡Sé atar cabos yo solita!

Me acerco a la zorra que está ensuciando mi cama y la agarro por el pelo. Tiro de ella hasta obligarla a bajar de la cama y no la suelto ni siquiera cuando empezamos a bajar las escaleras hacia el salón.

—Rachel, por favor —me pide Michael mientras su amiga no deja de gritar y quejarse de dolor.

—¡Largo de mi casa! ¡Los dos!

—Pero… Rachel, escúchame…

—¡Fuera!

—¡No puedes echarme! —grita él entonces—. ¡Es mi casa también!

—¡Largo! ¡Fuera! ¡Marchaos los dos! ¡Id a follar a vuestra puta casa! ¡Y llevaos la sábana! —grito mientras se le tiro a la cara.

—Pero… Nuestra ropa está arriba…

Sin dejar de gritar y a empujones, consigo echarles de casa. Cierro la puerta con llave y entonces subo al dormitorio. Abro la ventana y tiro las velas, aún encendidas. Luego tiro la ropa de ella y finalmente, después de sacar las llaves de la casa del bolsillo del pantalón, se lo lanzo también.

No me molesto en mirar por la ventana mientras recogen todo, sino que bajo a la cocina. Nerviosa, impotente y fuera de mí, llena de rabia, apoyo las palmas de las manos en el impoluto mármol blanco, mirando a un lado y a otro mientras balanceo mi cuerpo hacia delante y hacia atrás. Entonces, movida por un impulso, me acerco al botellero. Está repleto de botellas de vino de Mike, la mayoría de ellas con un precio que ronda una cuarta parte de mi sueldo. No tengo costumbre de beber, pero necesito hacer algo, así que cojo una al azar, descorcho el tapón, y me sirvo una copa generosa.

Rato después, sigo sentada en lo que iba a ser mi cocina, rodeada de polvo y serrín, apoyada contra la pared, con la botella de vino vacía agarrada en la mano. Miro alrededor y entonces me pregunto si habrá venido el carpintero. Qué tontería, pienso para mí misma al caer en la cuenta de que puede que esta ya no vaya a ser mi cocina nunca más.

—¡Qué cojones! ¡Quiero que sea mi cocina! ¡Quiero mi puñetera cocina color crema!

Me seco las lágrimas con las mangas de la camisa y busco mi teléfono. Marco el número de Kelly, y espero a que conteste.

—¡Hola! —contesta jovial.

—Tengo dos noticias, una buena y una mala —digo con voz gangosa—. ¿Cuál quieres primero?

—Rachel, ¿estás llorando?

—¿La buena o la mala?

—¿La…? Joder, Rachel… No sé… ¿La… buena?

—Tienes una nueva clienta.

—¡Anda! ¡Eso es genial!

—La mala es que soy yo y no te pienso pagar.

—Eh…

—Necesito ayuda y no me voy a contratar a mí misma porque sería algo raro y necesito la opinión de una tercera persona.

—Eh… Rachel… Aunque me encante tener clientes nuevos, a pesar de que no me vayan a pagar, tengo que preguntar… ¿Qué ha pasado?

—He pillado a Michael con otra.

—¡¿Qué?!

—En mi casa. En mi cama. Encima de mis sábanas.

—¡¿Qué?! ¡Será hijo de puta! ¿Estás bien?

—¡No! ¡Estoy furiosa!

—No me extraña.

—¡No solo con él, sino conmigo misma! ¡¿Cómo he podido dejarme manipular por ese imbécil?! ¡He cambiado mi manera de ser por él! ¡Yo no necesitaba esta boda, y accedí por él! ¡Yo no quiero pasar las vacaciones en los Hamptons todos los puñeteros años! ¡No me apetece pasar los viernes por la noche soportando a los estirados de sus amigos! ¡¿Y cómo me lo paga?! ¡Tirándose a una furcia en mi cama!

—La hostia… ¿Y me quieres contratar para… apalearle? ¿Pincharle las ruedas del coche…? ¿Mandarle amenazas anónimas…?

—No, idiota. Te quiero contratar como abogada porque quiero quitárselo todo.

—Rachel, no estabais casados. No hay nada que dividir. No puedes quitarle algo que no tengáis a medias legalmente…

—Quiero mi casa. Para mí. No quiero que se la quede. No quiero que se tire a nadie en mi colchón, y necesito que me aconsejes cómo conseguirlo. Quiero aplastarle, Kelly, y para eso, eres la mejor.

—Quedarte con esa casa querrá decir que tendrás que comprarle su parte.

—Pues lo haré.

—¿Con qué dinero? Porque como todos nuestros clientes sean como tú, lo llevamos claro…

≈≈≈

—Quiero la casa —afirmo con rotundidad.

—De… De acuerdo… —contesta Michael.

—Te pagaré tu mitad.

—Tranquila…

—Dame unos días para pedir el crédito al banco y…

—Claro…

Me quedo callada sin saber qué más decir. Venía predispuesta a pelear, imaginando que me pondría las cosas mucho más difíciles, pero, por alguna razón que se me escapa, esto está siendo demasiado fácil.

—Rachel… —susurra Michael entonces—. Yo no quería que nada de esto pasara…

—¡¿Perdona?! ¡¿Qué es lo que no querías que pasara?! ¡¿Follarte a esa puta en nuestra casa?! ¡¿O que me enterara?! ¡Porque si lo que no querías es que me enterara, podrías haber elegido millones de sitios antes que mi casa, mi cama, mi colchón, mis sábanas…!

—O sea… No quería que te enteraras así… Quería contártelo, pero…

—¡¿Querías contarme que te tiras a una puta?!

—Estoy enamorado de Sylvia —confiesa, totalmente aterrorizado.

—¡¿Qué?!

—Estoy enamorado de ella… Yo… Nos llevamos viendo un tiempo y… Yo no quería que pasara, pero simplemente, pasó…

—¡¿Quieres decir que te la has tirado más veces?!

—Eh… Sí… Pero nunca antes en casa.

—¡Oh, joder! ¡¿Encima te lo tengo que agradecer?!

—No… Joder, Rachel… De verdad que quería contártelo, pero entre el trabajo y lo de la boda, nunca supe cuando hacerlo.

—¿Y aun estando enamorado de esa puta…?

—Sylvia —se atreve a interrumpirme, dejándome con la boca abierta durante unos segundos.

—Perdóname, pero si no te importa, puesto que se está tirando a mi prometido, para mí seguirá siendo la puta —le confirmo—. Y como iba diciendo, ¿aun estando enamorado de esa puta, seguías con la idea de casarte conmigo?

Se encoge de hombros a modo de respuesta y yo no puedo hacer otra cosa que mirarle boquiabierta.

—¡Michael! ¡No estábamos planeando irnos de excursión juntos! ¡Estábamos planeando casarnos!

Agacha la cabeza y la hunde entre los hombros. De repente parece mucho más pequeño y, sobre todo, muy vulnerable. Creo que incluso empiezo a sentir un poco de lástima por él.

—Te quiero, Rachel. Y nunca, nunca, nunca, quise hacerte daño.

—¿Realmente estás enamorado de ella? —le pregunto de forma cortante.

Tarda un poco en contestar, pero finalmente asiente con la cabeza.

—¿Y por qué seguías adelante con la boda?

—Porque era lo que mis padres querían…

—¡Por el amor de Dios, Michael! ¡¿Te ibas a casar conmigo porque era lo que tus padres querían?!

—No me atreví a decirles nada porque… porque… Ellos nunca aceptarían a Sylvia como mi esposa. Ellos te quieren a ti y… —Supongo que mi cara de asombro no le pasa desapercibida, porque enseguida se encarga de aclararme—: Sí. No me mires así. Mis padres te adoran. Guapa, inteligente… abogada…

Al final va a resultar que la bruja de su madre me tenía aprecio. Si lo llego a saber, no le compro esa báscula para su cumpleaños.

—Ella, en cambio, es peluquera y… Bueno… Ya sabes cómo son mis padres.

—Pues creo que ha llegado el momento de hablar con ellos —resoplo al final—, porque ambos estaremos de acuerdo en que esta boda no puede seguir adelante.

Michael asiente apretando los labios hasta convertirlos en una fina línea. Lo que más me cabrea es que ya no tenga ganas de asesinarle, sino que incluso me plantee darle una palmada en el hombro para darle ánimos. Él provocó esta situación, así que no quiero sentir ni una pizca de compasión por él. Así pues, antes de ablandarme más, le hago una señal con la cabeza a Kelly, que ha permanecido a mi lado durante todo este rato, y nos ponemos en pie.

—Tendrás noticias nuestras cuando tengamos el dinero para comprar tu parte de la casa —dice ella justo antes de salir del despacho de Michael.

Una vez en la calle, caminamos en busca de un taxi. Ninguna de las dos hablamos, pero nos miramos de reojo hasta que Kelly se atreve a preguntar:

—¿Qué cojones ha pasado ahí dentro?

—No tengo ni la más remota idea. De repente, más que rabia, me estaba compadeciendo de él. Ha sido… extraño. Pero he conseguido lo que quería.

—Sabes que con la de gastos que vas a tener, no podemos permitirnos ser durante más tiempo unas Hermanitas de la Caridad, ¿verdad? Tenemos que empezar a cobrar a nuestros clientes.

—Lo sé.

—Promételo.

—Lo prometo. Y ahora, necesito una copa de vino.

—¿Desde cuándo bebes vino?

—Desde que descubrí la fantástica colección de botellas de Michael.

 

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Comments ( 4 )

  • Luz Maldonado

    Bueno Tengo que decir que me encanto este adelanto, ya estoy en Guardia para comprar y disfrutar de esta lectura y felicidades por este repetido triunfo besos
    Me llamo mucho la atencion la portada , es diferente a Las demas y Al estilo que te representa en estas lectura, aunque no deja de estar Bella,
    Que te motivo a cabiar ?
    Besos me despido 😘

    • Anna García

      Hola!
      Gracias! Espero que el resto de capítulos te gusten mucho también.
      ¿El cambio? No sé… Me apetecía… Renovarse o morir! 😉

      Besos!

  • Luz Maldonado

    Ayyy Anna me ecanto este libro, te felicito otra vez, ya compre también vuelves en cada canción esa no la habia visto, me sorprendiste otra vez y pues para que no me cuenten prefiero leerlo jijiji
    Besos

    • Anna García

      Hola!
      Antes de nada, gracias!
      Comentarte que «Vuelves en cada canción» no es un libro nuevo. Si leíste la edición de «Está sonando nuestra canción» que publiqué yo hace un par de añitos, ya lo has leído. Solo que cuando la editorial HQN la adquirió, decidió partir de la historia en dos.
      Saludos,

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