—¡Abuela, me marcho! —grito desde la puerta.

—¡Ni se te ocurra irte sin darme un beso!

—Es que voy tarde… —resoplo caminando hacia la cocina, desde donde ella me habla.

—Pues no te va de dos segundos más.

En cuanto entro en la cocina, la encuentro muy concentrada, rodeada de envases de plástico. Me pone la mejilla y le doy un beso, mirando alrededor con el ceño fruncido.

—¿Abuela…? ¿Qué es todo esto?

—Estoy guardando comida para cuando me vaya la semana que viene a Florida.

—Estoy segura de que en ese hotel de Florida al que vais, os darán de comer.

—Más les vale, con lo que nos cobran… Pero no es para mí. Es para ti.

—Abuela, sé cocinar.

—Lo sé, pero te conozco. Nunca tienes tiempo de nada y acabarás alimentándote de patatas fritas y fideos chinos precocinados.

—¿Y este… aparato? —digo señalando a un artilugio de plástico blanco que no había visto hasta ahora.

—Envasa al vacío todo lo que metas en estos envases. Introduces aquí la comida, pones la tapa, pones esto aquí, aprietas el botón y… ¡listo! Envasando al vacío se conservan mejor los alimentos y todas sus propiedades y…

—¿De dónde has sacado la máquina esta, abuela? —la corto de golpe.

—¿No llegabas tarde?

—No me cambies de tema. ¿No habrás vuelto a comprar en la teletienda?

—Estaba en oferta… —confiesa al cabo de un rato.

—¡Abuela! ¡Te lo advertí!

—¿Acaso me gasto tu dinero? ¿A qué no? Pues deja que haga lo que quiera con el mío.

—Esto está llegando a un extremo que roza casi la adicción. La de chorradas que has comprado…

—La mayoría de cosas me han resultado muy útiles y las sigo usando.

—Ya, claro. ¿Y qué me dices del aparato imantado para limpiar cristales con la ventana cerrada? Casi le abres la cabeza a un chico al que le cayó en la cabeza la mitad del dichoso aparato. ¿Y de la ventosa para arreglar los golpes en la carrocería del coche? Aún la llevo enganchada en la puerta del copiloto.

—Es que solo ves lo negativo. Este envasador al vacío es una auténtica maravilla. Y el escurridor de lechuga también. Y el trapo con palo extensible para limpiar en los sitios altos, también.

—Todos perfectamente prescindibles.

—Vete, que llegarás tarde en tu primer día.

—Pues no me entretengas.

—Pues no me des la brasa.

—¿Sabes? Las abuelas normales no hablan así —digo dándole otro beso mientras me alejo de ella—. Ni malgastan su pensión en la teletienda, ni leen novelas eróticas, ni se van con su novio a Florida…

—Frank no es mi novio.

—¿Frank? ¿Quién es Frank?

—¿El hombre con el que me marcho a Florida que crees que es mi novio…? —me contesta con las cejas levantadas y un cierto tono de superioridad.

—¡Yo me refería a Warren!

—¿Warren? ¡Hace semanas que no nos vemos!

—¡¿Abuela?!

—¡¿Qué?! —dice imitando mi tono de voz.

Nos quedamos en la misma postura durante un buen rato, con los brazos extendidos, las palmas de las manos hacia arriba y los hombros levantados. Al rato, dando la batalla por perdida, resoplo con fuerza y me vuelvo a colgar el bolso del hombro.

—Es igual. Intenta no liarla demasiado. Te llamaré al mediodía.

—¿No vienes a comer?

—No creo. Es mi primer día y supongo que me llevará un tiempo situarme.

—De acuerdo. Que te vaya bien, cielo. Y recuerda, no seas borde con los clientes…

—¡Yo no soy borde! —Contesto, y entonces me doy cuenta de que he empleado un tono algo exagerado y lo bajo de golpe, pasando de nivel ogro Shrek a Campanilla en cero coma segundos—. Yo no soy borde…

—Ya, bueno… Recuerda que a veces, pierdes la paciencia fácilmente, pero tú intenta respirar profundamente…

—Estaré en el departamento de atención al cliente. No todo serán quejas, también tendré que atender consultas… Es una gran empresa y…

—Yo solo te doy un consejo. Tómalo o déjalo.

—Te lo agradezco, pero sé cuidarme solita.

—Y esa manía tuya de querer tener siempre la última palabra…

—¡Yo no soy así!

—Lo que tú digas…

—¡Adiós!—digo ya dándole la espalda, caminando con decisión por el pasillo.

Una vez en la calle, me quedo plantada frente a mi edificio, aún sin bajar los cinco escalones que me separan de la acera. Arrugo la frente y la nariz, entorno los ojos y miro al cielo, poniendo a trabajar a todas y cada una de las neuronas que tengo despiertas para que me ayuden a recordar dónde diablos tengo el coche aparcado.

—¡Joder!

Tres minutos y diecisiete segundos después, recuerdo que hace cuatro noches lo dejé aparcado varias calles más abajo de la mía, en una zona de carga y descarga, después de tirarme más de media hora dando vueltas como una idiota.

—¡Mierda, mierda, mierda! ¡Que esté, que esté, que esté! —imploro mientras corro sobre mis zapatos con diez centímetros de tacón, con las piernas embutidas en mi preciosa falda de tubo. Cuando estoy a punto de llegar, doy varios vistazos al cielo y empiezo a suplicar—: Por favor, sabes que nunca te pido nada, pero esta vez es una ocasión especial. Te pido por favor que mi coche siga estando donde lo dejé. Ya sé que estaba mal aparcado y te juro que estoy muy arrepentida por ello, pero necesito que mi coche siga allí. Necesito llegar a tiempo en mi primer día de trabajo. Tengo que causar buena impresión…

Giro la esquina y casi siento la tentación de cerrar los ojos. Si no fuera porque seguramente me rompería la crisma, lo hubiera hecho. Así pues, me limito a contener la respiración cuando giro y…

—¡Me cago en mi mala suerte! —digo arrancando del suelo el triángulo amarillo que me informa de que la grúa se ha llevado mi coche al depósito más cercano—. ¡¿Tanto te costaba?! ¡¿Eh?! ¡Maldito bastardo!

Una mujer agarra con más fuerza de la mano a su hijo cuando pasan por mi lado, mirándome de reojo. Entonces me doy cuenta de que quizá mi reacción esté siendo algo exagerada, apuntando al cielo con un dedo y gritando improperios, y sonrío de forma forzada mientras me aliso la blusa, recuperando la compostura.

—De acuerdo, Valerie. Soluciones… Soluciones… ¡Metro! Si corro hasta la boca de metro más próxima, puedo llegar en cuatro minutos… tres si me quito los zapatos y me subo un poco la falda. Una vez allí, son cinco paradas, teniendo en cuenta que tengo que cruzar el Hudson, o sea que tengo que sumar unos quince minutos más y luego lo que tarde en llegar desde la estación hasta las oficinas… Puedo, puedo… ¡Puedo!

Sin pensármelo dos veces, me quito los zapatos y empiezo a correr como si estuviera aún en mi época del instituto y el Sr. Farewell me estuviera puntuando. ¡Cómo le odiaba a él y a su maldito silbato!

Mis cálculos son bastante acertados, y en poco más de cinco minutos me encuentro dentro de un vagón de metro atestado de gente. Por supuesto, no hay ningún sitio libre donde sentarme, pero eso no supone ningún problema para una neoyorkina como yo. Me apoyo en la espalda del tipo que está detrás de mí, y listos. En la siguiente parada suben varias personas más, con lo que me veo obligada a moverme y quedo inevitablemente aplastada entre el sobaco de un tipo y la puerta del lado contrario al que he entrado. La decisión está clara, y me giro hacia la puerta, en cuya ventana puedo ver mi reflejo. Ya no tengo el mismo aspecto impecable de cuando he salido de casa. Mi ropa está bastante arrugada, varios mechones de pelo escapan de mi estupendo, y sobre todo muy profesional recogido y… ¡joder! Tengo varios agujeros en las medias, justo en la zona de los pies, por culpa de haberme descalzado antes para poder correr sin torcerme un tobillo. Además, me doy cuenta de que, chula de mí, aún llevo los zapatos en una mano. Al principio me planteo agacharme disimuladamente, para que nadie se dé cuenta de que voy descalza, pero luego me acuerdo de que estoy en Nueva York y de que podría estar paseándome con un bistec en cada teta, estilo Lady Gaga, y aun así nadie se sorprendería. Así pues, uno a uno, levanto los pies y me observo el estropicio en las medias justo antes de ponerme los zapatos. Como cabía esperar, Lady Gaga debe de tener mejor suerte que yo porque, en cuanto levanto la vista hacia la puerta, gracias al reflejo en la ventana veo cómo el tipo de detrás de mí no ha perdido detalle de ninguno de mis movimientos.

—A eso se le llama empezar el día con mal pie —dice entonces el dueño del sobaco oloroso.

No me molesto en dibujar una sonrisa sincera y me limito a mover las comisuras de los labios hacia arriba mientras ladeo la cabeza a un lado. La sonrisa del Joker debe de ser menos aterradora que la mía porque el tipo enseguida me da la espalda, diría que algo asustado.

Cuando el convoy está a punto de entrar en la estación donde me tengo que apear, me acerco a la puerta, restregándome contra los cuerpos del resto de pasajeros. Si tengo que repetir este trayecto a menudo, rezaré a todos los dioses para compartir vagón con Joe Manganiello y poderle sobar a base de bien. Alguna ventaja tiene que tener esto de viajar en metro y, si no es encontrarte con algún tío bueno de estos, la verdad, yo no sé verle ninguna más. Por eso me empeño en ir a todas partes en mi coche. Sin agobios, a mis anchas, con aire acondicionado, escuchando mi música y cantando a pleno pulmón, y oliendo a Eau d’Issey, mi perfume favorito, y no a Eau de sobaco. Lo que me recuerda que esta tarde tengo que sacar tiempo de donde sea para ir a recoger mi coche al depósito. Yo no repito un trayecto como este nunca más en mi vida.

Tres, dos, uno… ¡Ya! Las puertas se abren y salgo disparada al andén, gracias en parte a la marea humana que me empuja. Quizá, si doy un salto y extiendo los brazos, me pueden llevar en volandas hasta la calle, como si estuviera en un concierto de Maroon 5. Mmmmm… Adam Levine… Otro al que no me importaría encontrarme en el metro.

Una vez en el exterior, me lleva poco rato orientarme y encontrar el camino hacia el gran edificio acristalado, sede de una de las agencias de mensajería más importantes de Estados Unidos. Después de que me despidieran de la compañía de telecomunicaciones donde trabajaba, estuve ocho largos meses dando currículos como para poder empapelar toda la ciudad con ellos, sin obtener respuesta de ningún sitio. Tuve que dejar mi apartamento, cuyo alquiler no podía pagar, y volverme a mudar con mi abuela. Me vi obligada a prescindir de mi libertad, yo que estaba acostumbrada a vivir a mi aire. Por eso, cuando hace tres semanas me llamaron para una entrevista, me puse a dar saltos de alegría por todo el apartamento. Y no digamos cuando me llamaron hace una semana para decirme que el puesto era mío. Estaba tan contenta que cuando fui a firmar el contrato, temporal por el momento, ni pregunté cuál iba a ser mi sueldo. Con tal de volver a sentirme realizada, sería capaz de trabajar gratis. Bueno, quizá no, pero casi.

Ya soy capaz de ver la silueta del gran edificio frente a mí, así que aminoro el ritmo y aprovecho para peinarme un poco el pelo con los dedos y alisarme de nuevo la blusa y la falda. Me miro los pies para comprobar que los agujeros de las medias queden disimulados por los zapatos y cuando creo estar lista, levanto la vista al frente y empiezo a sonreír, esta vez de verdad porque hoy mismo empieza mi futuro, el que siempre soñé, el que tanto me ha costado conseguir después de varios años de carrera universitaria pagada en parte por mi abuela y por mi trabajo en la cafetería del campus, el que se abre ante mí justo detrás de estas enormes puertas automáticas…

—¡Me cago en la leche! —maldigo cuando un tipo me da un empujón y me hace perder el equilibrio.

—¡Lo siento! —creo que dice, ya que no soy capaz de escucharle con claridad porque aún lleva un casco de moto en la cabeza.

Mientras me intento recomponer de nuevo, le observo alejarse. Lleva una cazadora de cuero, unos vaqueros ajustados y unas raídas botas marrones, muy diferente a cómo va vestida el resto de gente que pulula por el vestíbulo, todos trajeados. Me alegro de haber decidido vestirme tan formal, pienso sin poder dejar de mirarle. Supongo que me llama la atención precisamente por ser tan… diferente al resto, aunque al final llego a la conclusión de que debe de ser un repartidor o algo por el estilo.

—¡Hola! —me saluda una voz jovial.

Cuando vuelvo a la realidad, me descubro frente al enorme mostrador de recepción, tras el que hay sentadas un par de chicas muy guapas, una rubia nórdica de ojos azules y la otra afroamericana de pelo negro y rizado. La chica que me ha saludado es esta última, que me mira expectante a que diga algo.

—Hola. Soy Valerie Shaw. Hoy empiezo a trabajar aquí y…

—Primera planta por esos ascensores de allí o por las escaleras de al lado.

Nada más decir eso, fija la vista en alguien a mi espalda, a quién saluda con el mismo tono jovial de antes. Dándome cuenta de que no voy a recibir más explicaciones por su parte, empiezo a caminar hacia los ascensores. En cuanto se abren las puertas, me veo empujada hacia dentro por la misma marea que antes me sacó en volandas del metro. Esta vez el problema es que me veo aplastada contra la pared opuesta a las puertas y que enseguida llegamos a la primera planta. Antes de que me dé tiempo de decir nada, las puertas se han vuelto a cerrar y estamos subiendo hacia arriba. Conforme ascendemos, el habitáculo se va vaciando, pero yo no me atrevo a moverme más por vergüenza que por otra cosa. Así pues, cuando solo quedamos dos personas dentro y un solo piso por subir, noto unos ojos clavados en mí.

—¿Se ha perdido, señorita…?

—Shaw. Hoy es mi primer día aquí y me he visto arrastrada hacia dentro del ascensor y luego ya no había marcha atrás y… —Al ver su cara seria, decido callarme y apretar el botón de la primera planta. Él sigue mi dedo con la mirada.

—Si va a la primera planta y no quiere llegar más tarde de lo que ya es, le recomiendo que baje conmigo ahora y vaya por las escaleras.

En ese momento, casi de forma providencial, las puertas se abren y él sale decidido, maletín en mano. Veo cómo de repente aparecen varias personas de la nada y, como si se tratara de una coreografía ensayada, todas interactúan con él sin pisarse ni atropellarse. Una chica le coge el maletín, otra le tiende unas carpetas, un chico le empieza a dictar lo que debe ser su agenda y otro simplemente le acompaña hasta traspasar las puertas de su despacho, en las que hay grabadas las palabras C. BRANCROFT. La persona que, si recuerdo haber leído bien, dirige todo este imperio. En definitiva, el tipo que estampará su firma al final de mi nómina.

—Mierda, mierda, mierda… —susurro mientras salgo del ascensor y me cuelo por la puerta que lleva a las escaleras y empiezo a bajar por ellas a toda prisa—. Me cago en la leche… No sabía que las oficinas estuvieran localizadas en el puto Empire State Building…

—¿Perdone? —me pregunta la chica que hay detrás del mostrador de la primera planta.

—¡Sí! ¡Hola! Soy Valerie Shaw y hoy es mi primer día y…

—Por ese pasillo. Tercera puerta a mano derecha.

Qué manía tiene la gente de aquí de no dejarte acabar las frases, pienso mientras sigo sus órdenes. Aún no ha empezado mi jornada laboral y ya estoy agotada, así que esta vez, ni me molesto en intentar acicalarme.

—Hola. Soy Valerie Shaw y hoy es mi primer día y… —digo nada más traspasar la puerta del despacho, sin llamar a la puerta. Esta vez nadie me corta, sino que me quedo totalmente muda por la escena que se desarrolla frente a mis ojos. El tipo con el que se supone que me tengo que ver, con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos, entre las piernas de una rubia sentada encima de la mesa.

—¡¿Es que no sabe llamar a la puerta?! —consigue decir con la voz tomada mientras se sube los pantalones.

—Disculpe… Hoy es mi primer día y… llego tardísimo… y… —Me parece una tontería seguir hablando y me limito a seguir con la mirada a la chica, que sale del despacho a toda prisa.

—Valerie Shaw, ¿verdad? —me pregunta, llamando mi atención, intentando aparentar normalidad.

—Sí.

—¿Sabe usted que llega veinte minutos tarde?

—Lo siento —contesto, cuando en realidad estoy deseando decirle que me parece que él hubiera querido que me retrasase aún algo más y su amiga pudiera acabar la tarea encomendada.

—Que no se vuelva a repetir —me amenaza con un sobre en la mano—. Si me sigue, la llevaré hasta su planta, donde su coordinadora la pondrá al corriente de todo.

Me cuesta un poco seguirle ya que él da grandes zancadas y mi estrecha falda no me permite hacerlo. Debo de parecer una auténtica geisha, pienso, aunque enseguida deshecho ese pensamiento ya que creo que a este individuo eso le pondría aún más cachondo.

El trayecto en el ascensor se hace bastante incómodo, pero por suerte llegamos rápidamente a la décima planta, la que supongo que será mi nuevo hogar a partir de hoy. Si es que no consigo que me echen antes…

Le sigo a través de un sinfín de cubículos. En cada uno hay un escritorio, un ordenador, un colgador de abrigos, una silla que tiene pinta de ser comodísima y lo mejor, pilas y pilas de papeles de colores enganchados por todas partes.

—Carol, esta es Valentina Shaw, la nueva —dice deteniéndose en uno de ellos. La chica que hay dentro se levanta y me mira con una sonrisa que le hacen aparecer un par de hoyuelos en ambas mejillas. Debe de tener la misma edad que yo, quizá incluso dos o tres años menos. Eso, o es que el llevar el pelo muy corto le da un aspecto muy juvenil.

—Valerie —le corrijo enseguida.

—Lo que sea. Te dejo con ella —dice dándole el sobre que ha traído consigo.

—Gracias… —digo, pero entonces me doy cuenta de que no sé siquiera su nombre.

Le observo perderse hacia el ascensor, casi a la carrera, y cuando me doy la vuelta veo a Carol levantando el dedo corazón de ambas manos en su dirección. Se me escapa la risa, tanto por el gesto como por el alivio al saber que al menos una persona opina lo mismo que yo acerca de ese tipo.

—Hola, Valerie. Soy Carol —me saluda y se queda callada, esperando mi saludo.

—Hola, Carol —contesto riendo—. Disculpa que me ría. Es que por fin alguien parece que me deja hablar… Hasta ahora, nadie me ha dejado acabar ninguna frase y me han llevado de un lado a otro.

—Bueno, es que déjame decirte que has tenido muy buena suerte, porque vas a trabajar en el mejor departamento de toda la empresa. Aquí estamos las más simpáticas, divertidas y guapas de toda la empresa.

—Lo tendré en cuenta —contesto mientras la sigo.

En cuanto llegamos a un cubículo vacío, me lo señala con una mano, invitándome a entrar.

—Bienvenida a tu nuevo hogar. Puedes decorarlo como quieras. Plantas, muñecos, fotos de tu novio, marido, hijos, perro, gato y animales varios.

—¿Sirve una foto de Channing Tatum? —pregunto.

—¡Por supuesto que sirve! —me contesta levantado la palma de la mano en el aire para que choque los cinco con ella—. ¡Chicas, venid a conocer a Valerie!

Al instante, cuatro cabezas asoman por entre las paredes de diferentes cubículos. Todas ellas se acercan a mí y Carol se dispone a hacer las presentaciones.

—Valerie, ella es Gloria. Tiene cuarenta años, está casada y tiene dos niños.

—Hola —la saluda Gloria, una mujer alta y de rasgos hispanos, morena y de ojos negros.

—Encantada, Gloria.

—Ella es Francine, Franny para nosotras —dice mientras me presenta a una chica rubia y risueña. Me llama la atención su pelo recogido y adornado por multitud de lápices—. Tiene treinta y ocho años, está casada y tiene un hijo y tres perros.

—Encantada —decimos las dos.

—No te preocupes, nos proporcionan un lapicero, así que si no quieres, no tienes por qué guardarlos en tu pelo —vuelve a decir Carol, señalando a la cabeza de Franny, justo antes de seguir con las presentaciones—. Ella es Janet. Tiene veintinueve años y está soltera, por decisión propia.

—Por poco tiempo, porque tengo una relación sentimental secreta con Luke Evans.

Abro los ojos como platos mientras mi cabeza está a punto de estallar. Gracias a Dios, Gloria me aclara la situación.

—Tan secreta que ni él mismo lo sabe.

—Eso es solo un pequeño escollo en nuestra relación. Estamos hechos el uno para el otro…

—Es gay.

—Porque no me ha conocido aún.

—Con la de candidatos reales que tienes alrededor… No será porque no se te han acercado hombres a tantear el terreno… —interviene Franny.

—¿Alguno aprovechable? —le pregunta ella.

—John de logística no está nada mal…

—Pero tiene cuarenta y largos, Franny. Sin ánimo de ofender, pero me gustaría alguien que no tuviera que consumir Viagra en un plazo de dos años vista…

—¡Oye! ¡Que mi Kevin tiene cincuenta y dos y no toma nada! —informa Gloria.

—Haya paz, hermanas… —dice Carol para calmar los ánimos—. Y por último, ella es Andrea. Tiene treinta y cuatro años, y está prometida.

—Con alguien real —añade Andrea con una sonrisa justo antes de sacarle la lengua a Janet.

—Encantada.

—¿Te han contado algo acerca del trabajo…? —me pregunta señalando en la dirección por la que se ha marchado antes Don Culo.

—Muy por encima… Que iba a estar en el departamento de atención al cliente pero no lo que haría exactamente.

—Bueno… Es que eso es difícil de acotar porque, básicamente, hacemos de todo. Somos algo así como Dios, porque tocamos todas las teclas y debemos saber de todo. Guiamos a clientes perdidos a través de nuestra página web, consultamos expediciones, encontramos paquetes perdidos, aguantamos las quejas interminables de algunos clientes que reciben la mercancía rota, o fuera de tiempo, aunque esa no sea culpa nuestra…

—No lo reconocerán nunca, pero sin nosotras, esto se hunde —añade Gloria.

—Bueno, vayamos al grano—dice Carol, que empieza a sacar las cosas del sobre y me las va tendiendo—. Tu tarjeta para fichar. Tienes que pasarla por los detectores cuando entres, cuando vayas y vuelvas de comer y cuando te marches a casa al finalizar tu jornada.

—Vale.

—Tu material de oficina. Si necesitas algo más, tienes que hacer una instancia por mail al departamento de compras internas. Te suelen contestar al cabo de dos semanas más o menos y no siempre de forma positiva, así que si te quedas sin un bolígrafo, cómprate uno nuevo en una papelería. Acabarás antes.

—Entendido —digo dejándolo todo encima del escritorio.

—Tus vales de comida. Son mensuales. Si se te acaban antes, no te preocupes, existe un mercado negro dedicado a ello. Lo controlan los del departamento de marketing… Son buena gente y se puede negociar con ellos.

—Bueno es saberlo —contesto riendo.

—Esta es tu tarjeta para el gimnasio.

—¿Gimnasio?

—Sí. Hay uno en la planta veinte. Puedes ir cuando quieras, siempre que sea fuera de la jornada laboral.

—Vaya… —digo mirando la tarjeta con incredulidad. No es que sea una fanática del deporte, pero reconozco que tenerlo en el mismo edificio lo convierte como en una obligación, como si no tuviera excusa para no pisarlo—. ¿Vosotras vais?

—No —contestan casi a la vez.

—Entre los maridos, niños y eso… —se excusa Franny.

—Y que no hay ningún aliciente masculino en mallas al que admirar… —añade Janet.

—O sea, que de personal masculino aprovechable, vamos escasos —digo.

—Mucho —contesta Andrea.

—Tú calla que ya no estás en el mercado. Te vas a casar, así que deja para las que buscamos, ¿verdad, Carol? —dice Janet.

—Amén, hermana. Y por último —dice sacando un dossier—, esto es un pequeño directorio de todos los departamentos de la empresa, la planta en la que están situados y la gente que trabaja en cada uno. A algunos ya los conoces, como supongo que a las recepcionistas y…

—Al señor Brancroft…

—¿Perdona? —dice Janet atragantándose con su propia saliva.

—¿Has conocido al señor Brancroft?

—¿Su despacho está en la última planta? —pregunto mientras todas asienten con la cabeza, totalmente alucinadas—. ¿Y es así como de unos cincuenta y largos, pelo canoso, delgado y ojos muy vivos, que viste con un traje que parece cosido a su cuerpo de lo perfecto que le queda?

—Exactamente así.

—Pues sí. Le he conocido esta mañana. Por error…

Y empiezo a explicarles mi peripecia con el ascensor nada más llegar. Cuando acabo, después de esperar un rato para calmarnos y secarnos las lágrimas que nos ruedan por las mejillas, Carol dice:

—Pues menuda mañanita has tenido… Entre Brancroft y Benjamin…

—¿Benjamin? —pregunto.

—Sí, Benjamin White, el jefe de recursos humanos. El simpático comité de bienvenida del que has disfrutado hoy. Siento que hayas tenido que ver la cara de ese capullo de buena mañana.

—Créeme, ojalá le hubiera visto solo la cara —contesto sin pensar.

—¿Eh? ¿Cómo dices? —preguntan las cinco a la vez, casi atropellándose—. Exigimos una explicación.

—Pues que después de mi… ruta turística por todo el edificio, cuando por fin conseguí llegar a la primera planta y después de que me enviaran a su despacho, cansada de ir de un lado para otro, abrí la puerta sin llamar y…

—¿Y…? —preguntan al unísono.

—Y le pillé con los pantalones bajados mientras se tiraba a una tía encima de su mesa.

—¡¿Cómo?! ¡¿Qué?!

—¡Será…!

—¡Joder, qué asco!

—¡Ya decía yo que me ponía los pelos como escarpias cuando pasaba por su lado!

Todas hablan a la vez, o mejor dicho, todas le insultan a la vez, hasta que la voz de Andrea se impone sobre ellas.

—¿Quién era ella?

—¿Cómo lo voy a saber? —contesto.

—Descríbenosla.

—No sé… Despampanante. Rubia, metro setenta, pelo largo, delgada, con una falda y una camisa entallada, piernas kilométricas…

—Estás describiendo al setenta por ciento de las mujeres de la empresa.

—No sé…

—¿Sabrías reconocerla si la vuelves a ver?

—Creo que sí…

—Vale, pues tenemos una misión a la hora de comer. Tenemos una cita, nena.

—Vale —contesto divertida mientras todas vuelven a sus respectivos sitios, quedándome a solas con Carol.

Dos horas después, habiéndome explicado dónde encontrar los diferentes programas con los que voy a trabajar en el escritorio de mi ordenador y de hacerme una breve explicación de cada uno, después de haber atendido unas cuantas llamadas de prueba, se levanta de la silla que había colocado en mi lado.

—Si tienes cualquier duda, estoy allí mismo. No dudes en preguntarme.

Cuando me quedo sola, intento hacer un repaso mental a todos los pasos a seguir justo cuando tengo que atender mi primera llamada. Afortunadamente, solo tenía una duda acerca del tiempo que tardamos en llevar un paquete desde Tampa hasta San Francisco. Después de darle todos los precios, dependiendo del peso del paquete y de la urgencia que tenga, cuelgo satisfecha, con una enorme sonrisa en la cara.

—¿Lo ves, abuela? —digo en voz baja—. No todos los clientes son unos estúpidos y soy capaz de atenderles con una sonrisa en la cara.

Abro el dossier y empiezo a ojearlo, básicamente para cotillear los nombres de los trabajadores de los demás departamentos. Paso las páginas distraída hasta que llego al departamento de recursos humanos, el cual forman tres mujeres y Don Culo. Me da igual que se llame Benjamin, yo ya le he bautizado. En ese momento, suena mi teléfono y, con toda la buena predisposición del mundo, descuelgo. Aún sin darme tiempo a recitar el nombre de la empresa y mi nombre, los gritos de la persona al otro lado de la línea retumban en mi oído

—¡¿Me puede decir dónde cojones está el paquete que enviamos el martes pasado a Beijing?!

—Disculpe caballero…

—¡Ni disculpe ni hostias! ¡Estoy a punto de perder a uno de mis clientes más importantes si ese paquete no llega a tiempo!

—Si me permite que acceda al programa para localizarlo…

—¡Ya estás tardando!

Me obligo a respirar profundamente para intentar tranquilizarme y no soltarte algún improperio a ese energúmeno. Pero entonces, cuando hago doble clic sobre el icono del programa de seguimiento de expediciones, este se abre pero acaba cerrándose segundos después.

—¡Oye! ¡Chica! ¡¿Estás ahí?!

—Eh… Sí… Disculpe un segundo… —levanto la cabeza, asomándome por encima de las paredes de mi cubículo y miro alrededor. Todas están ocupadas al teléfono, pero gesticulo con las manos para hacerme ver.

Gloria me ve y tapa un momento su micrófono.

—Dime —susurra.

—No me va… —digo señalando hacia la pantalla de mi ordenador.

—Informática… —intenta hacerse oír por encima del barullo, justo antes de volver a perderse en su cubículo.

Miro hacia mi pantalla y me dejo caer en la silla. Miro el manual que reposa a mi lado y entonces se me abre la mente. Busco el departamento de informática y entonces veo cuatro nombres y un número de teléfono.

—Disculpe, caballero. Creo que he encontrado…

—¡¿Lo ha encontrado?! —me corta.

—Eh… Su paquete no… El problema en mi ordenador…

—¡Me cago en…!

—¡Un momento por favor! —grito justo antes de volver a ponerle en espera y marcando el número que veo en el dossier.

Mientras espero a que alguien coja la llamada al otro lado, golpeo mi mesa con el bolígrafo, presa de un tic nervioso.

—Vamos, vamos, vamos… Coged el teléfono…

—¿Qué? —responde alguien al fin.

—¡Hola! Soy Valerie Shaw, la chica nueva de Atención al… —Pero entonces el sonido inequívoco de cuando la llamada se cuelga taladra mi oreja. Miro la pantalla del teléfono, confundida, y vuelvo a marcar.

—¡¿Qué pasa?!

—¡No me cuelgues! —grito desesperada, mirando los cuatro nombres de la hoja del dossier—. ¿Eres…? ¿Hoyt?

—No.

—Da igual. Necesito vuestra ayuda. Se me ha colgado el programa y…

—¿No te has leído el manual?

—¿Cómo?

—No te lo has leído. Cuando lo hagas, sabrás qué hacer. —Y me vuelve a colgar, sin más.

—¡Me cago en el capullo mamarracho! —grito enfurecida.

—¿Perdone?

Palidezco y agacho la vista hacia el teléfono, lentamente, dándome cuenta de que sin querer, debo haber descolgado la línea donde esperaba el cliente.

—No hablaba con usted… Disculpe…

—¡Páseme con su superior!

—Lo siento mucho, caballero.

—¡Que me pase usted con alguien!

De forma providencial, Carol aparece a mi lado y pone una mano en mi hombro.

—Lo siento, lo siento, lo siento… No me va el programa… Intenté llamar a Informática pero…

—Uy, a esos hay que darles de comer aparte… Ya me paso la llamada a mi teléfono y le atiendo yo.

—Gracias.

—No te preocupes —dice guiñándome un ojo.

Entonces me fijo en el dossier y leo con detenimiento el apartado de Informática.

—He escuchado que has conocido ya a mis chicos favoritos —dice entonces Janet, poniéndose en pie y apoyando los brazos en la pared que separa nuestros cubículos—. Los del departamento de Informática son a cada cual más simpático. ¿Con quién has tenido el placer?

—Ni idea… Hoyt no era.

—De los cuatro, mi favorito es Bruce. Es como el más… blando. El resto, unos bordes. Lucas el que más.

—¿Y qué problema tienen, los muy capullos?

—Pues eso, que son unos capullos.

—¡No me han querido ayudar cuando les he llamado!

—Es que no les puedes llamar.

—¿Perdona? ¿No están para ayudar?

—Y lo hacen, pero no por teléfono, sino por mail. Tú les envías un correo electrónico explicando tu problema y si puedes les adjuntas datos como un pantallazo con el error que te salga, y cosas así. Y ellos te lo solucionan.

—No lo sabía…

—¿Le dijiste que eras nueva al que te cogió el teléfono?

—Sí… Creo…

—Pues entonces no era Bruce. Él se hubiera apiadado de ti. Si tampoco era Hoyt, solo nos quedan Roger o Lucas. ¿Cómo tenía la voz?

Me quedo muda pensando, y entonces su voz resuena en mi cabeza con claridad. Grave, seca y…¿sexy? Muevo la cabeza a un lado y a otro, desechando esa palabra antes de contestar:

—Grave, seca…

—¿Y sexy?

Mierda, ¿antes hablé en voz alta y no me di cuenta? Incapaz de articular palabra, empiezo a asentir con la cabeza, algo avergonzada.

—Lucas Turner.

—Pues es un gilipollas —digo al rato, intentando aparentar que su voz y su brusquedad no me han afectado para nada.

—Pues ese gilipollas es el que tiene que arreglarte el programa. Envíale un mail —me dice justo antes de ver desaparecer su cabeza por detrás de la pared separadora.

Así pues, abro el programa del correo electrónico, en el que descubro que ya tengo algunos mensajes en mi bandeja de entrada, y me dispongo a exponer mi problema al departamento de los capullos.

De: Valerie Shaw (vshaw@wwex.com)

Para: Lucas Turner (lturner@wwex.com)

Asunto: El programa de consulta de expediciones se me abre, se queda dos segundos como colgado y luego se vuelve a cerrar.

Mensaje:

¡Hola! Soy Valerie y hoy es mi primer día en el departamento de atención al cliente. Verás, iba a atender a un cliente que se quejaba de que no había llegado un paquete que había enviado a Beijing, pero al intentar abrir el programa de consulta de expediciones, este no me respondía. Y por lo que veo, ahora que lo estoy probando de nuevo, sigue sin funcionar. Le doy doble clic, sale el reloj de arena este, se queda como pensando unos segundos y ¡zas! Vamos, que no se abre nada.

Lo necesito porque supongo que gran parte de mi trabajo se centrará en eso, aunque claro, tampoco lo sé al cien por cien. ¿Te he dicho que soy nueva? Ah, sí, te lo he dicho algo más arriba…

Bueno, pues eso, ¿cuándo crees que me lo podrás resolver? ¿Me llamaras o me contestarás a este mail?

Por cierto, la que te llamaba antes era yo. Como bien decías, no había leído el manual… Ups… Lo siento. Creo que antes hemos empezado con mal pie. A ver si nos vemos a la hora de comer y empezamos de nuevo.

¡Gracias!

Valerie

Releo el mail un par de veces más, y cambio algunas cosas justo antes de darle al botón de enviar.

—Quizá debería haberme despedido con algo más personal, algo así como un “besos”, o “un abrazo” —susurro para mí misma justo en el momento en el que me entra otra llamada. Por suerte, no necesito el programa de consultas de expediciones, sino el de las normas para envíos de materias peligrosas. El cliente quiere enviar un ácido limpiador y quiere saber qué documentos debe adjuntar junto con los albaranes de envío—. Ahora mismo se lo consulto, señor.

—Muy amable. Gracias.

Genial. Otra llamada fácil de un cliente simpático, pienso mientras muevo el ratón para situar el cursor encima de otro de los programas. Justo cuando voy a clicar, el cursor empieza a volar por mi pantalla, abriendo un programa tras otro. Luego, para  mi asombro, sin yo tocar el teclado, se empiezan a escribir unas claves extrañas en una pantalla negra. Rápidamente, intento reconducir el cursor y muevo el ratón, cerrando todas las pantallas que se me han abierto. Incomprensiblemente, estas se vuelven a abrir y empieza una especie de batalla. El ordenador abre un programa y yo, con toda la rapidez que puedo, lo cierro. Miro la pantalla casi sin pestañear, hasta que se abre un documento Word y, sin darme tiempo a cerrarlo, sin yo tocar nada, empiezan a formarse unas letras.

“DEJA DE TOCARME LOS COJONES Y ESTATE QUIETA CON EL PUTO RATÓN”

Pego un grito y doy un salto hacia atrás con mi silla. Me tapo la boca con ambas manos en el momento en que empiezan a emerger cabezas de sus cubículos, alertadas por mi grito. Janet enseguida se acerca hasta mí, le señalo la pantalla, que se ha apagado de repente, y empiezo a decir:

—El cursor se movía solo y yo intentaba cerrar todo lo que se abría… Y luego salió un mensaje… Lo juro… Me amenazaba… Me pedía que dejara de mover el ratón…

En ese momento, Janet empieza a reír a carcajadas, dejándome atónita.

—¡Tranquila, que no hay ningún fantasma! Serían los de Informática intentando arreglarte el problema. Tienen una especie de acceso a todos los ordenadores, para no tener que salir de Mordor. Ya sabes, no vaya a ser que nos asustemos al ver a los orcos o ellos se deshagan al darles la luz… ¡Mira! Ya vuelve a encenderse tu ordenador.

Y dicho esto, se vuelve a su asiento mientras yo intento sonreír para no quedar como una completa cateta, aunque aún alucinada de que este tipo de cosas existan. Miro de reojo al resto de cubículos y compruebo para mi alivio que la mayoría vuelve a tener la vista fija en su pantalla y no en mí.

—¡Mierda! El cliente —grito en voz baja mientras cruzo los dedos para que no haya colgado—. ¿Caballero?

—Aquí sigo.

—Disculpe el retraso.

—No se preocupe. Entiendo que no es una consulta tan fácil de solucionar.

En realidad sí, pienso y a usted le vamos a dar el trofeo al cliente paciente del mes, porque yo lo digo. En cuanto le respondo a su consulta, se despide muy amable y me deja volver a respirar tranquila. Al menos hasta que se ilumina el icono del sobrecito, indicándome que he recibido un nuevo mensaje.

De: Lucas Turner (lturner@wwex.com)

Para: Valerie Shaw (vshaw@wwex.com)

Asunto: La próxima vez, reinicia antes de llamarme.

Mensaje:

Y ya de paso, aprende a sintetizar un poco, que me he cansado tan solo leyendo el asunto del correo, no digamos ya el mensaje.

Lucas

—¡Será capullo, el muy gilipollas!

—¿Qué te pasa ahora? —escucho que me pregunta Janet al otro lado de la pared.

—¡Que odio a los puñeteros orcos!

—Bienvenida al club.

≈≈≈

—¡¿Pero quién se ha creído que es?! —me quejo con mi café ya en la mano.

—Son así. Desde siempre —contesta Franny, que es la que lleva más tiempo trabajando en la empresa de las cinco.

Estamos en nuestro tiempo de descanso, que aprovechamos para sacar un café de la máquina y salir a tomar el aire. Bueno, eso es un decir, porque salimos a una especie de patio interior que los fumadores han tomado como suyo.

—No los vas a cambiar —añade Carol con su cigarro entre los dedos.

—Con lo simpática que fui en mi mensaje… Puto amargado…

—Con ellos, la simpatía no sirve. Mejor gruñirles, como hacen ellos —explica Andrea—. Yo cuando les pido algo, soy escuetísima. Le escribo en plan: “eh, tú, arréglame esto”.

—Mira, mira, mira… —dice Janet mientras me agarra de brazo—. Gírate lentamente. ¿Es esa la que estaba con Ben?

—Eh… No —contesto en cuanto la veo—. Era más alta.

—¡Pero si la viste despatarrada encima del escritorio! —interviene Gloria, haciendo gala de su carácter espontáneo y nada tímido.

—Pero luego pasó por mi lado, ya de pie, y era más o menos como yo. Esa chica es más bajita. ¿De dónde son toda esta gente, por cierto? ¿Alguno de ellos es uno de los orcos?

—Ni idea.

—¿Ni idea? No os entiendo…

—No sabemos cómo son.

—¿Por qué no? Ya sé que no os iríais nunca a tomar algo con ellos pero, ¿no habéis coincidido en el comedor? ¿O en el gimnasio? ¿O no han venido nunca a arreglar algo a nuestra planta? ¿Ni os habéis reunido?

—Negativo.

—¿Cómo es posible?

—¿Qué pasa? ¿Sientes curiosidad por alguno en concreto? ¿Lucas, quizá?

—¿Yo? ¡Ni hablar! —¿Seguro que no? Porque esa voz… ¡¿Qué estoy diciendo?!—. Solo que me cuesta entender que no conozcáis a toda la gente con la que trabajáis.

—Conocemos a muchos, pero ya sabes, horarios diferentes, plantas diferentes, más de doscientos empleados en un solo edificio, ellos son unos antisociales y nosotras no somos masoquistas y nos relacionamos solo con gente normal…

—¿Y tratan a todo el mundo igual y nadie les dice nada? —pregunto aún sin poder creer que lo hagan y salgan impunes.

—Sí, no te lo tomes como algo personal —contesta Carol apagando su cigarrillo—. ¿Subimos?

≈≈≈

El resto del día transcurre sin más incidentes, gritos ni sobresaltos, supongo que en parte debido a que mi ordenador funciona perfectamente. Aun así, no dejo de pensar en el tal Lucas, ese insensible que, lejos de apiadarse de una novata, se comportó como un auténtico capullo. Seguro que debe de estar apoltronado en su silla, él y sus doscientos kilos de peso, colocándose bien las gafas con cristales de culo de botella, y rascándose los granos de la cara. Porque sí, así es como mi mente imagina a Lucas.

—¿Pues sabes qué? Que no te voy a dar la satisfacción de quedarte con la última palabra.

Sí, ya sé que si estuviera aquí mi abuela me amenazaría con el dedo en alto, pero estoy segura de que si ella se hubiera cruzado también con este imbécil, lo habría puesto en su sitio con cuatro de sus frases. Justo lo que voy a hacer yo también.

—¿Una cerveza al salir? —dice Carol desde su cubículo.

—¡Me apunto! —contesta Janet.

—No puedo. Billy tiene entrenamiento y tengo que recogerle al salir —dice Franny.

—Yo tampoco —interviene Gloria—. Me voy al cine con mi hija.

—¿Val? —escucho que me preguntan pero estoy demasiado concentrada como para hablar, así que levanto un dedo para pedirles que se esperen un momento y sigo tecleando sin parar.

De: Valerie Shaw (vshaw@wwex.com)

Para: Lucas Turner (lturner@wwex.com)

Asunto: Escribo los asuntos tan largos como me apetece y si no te gustan, no los leas. Eso sí, si alguna vez no solucionas alguno de mis problemas, no dudaré ni un segundo en quejarme al departamento de personal.

Mensaje:

Y ya de paso, sonríe algo más. Quizá entonces te desharías de esa voz de amargado que tienes.

Valerie

Esta vez, ni besos, ni saludos, ni gracias ni leches.

—¿Qué haces…? —pregunta Janet.

—Impartir justicia divina —contesto satisfecha—. Y sí, me apunto a esa cerveza, aunque luego tengo que ir a recoger mi coche al depósito.

—Acabas de declarar la guerra, nena —dice Carol al leer mi mensaje, que envío en este preciso instante.

—Pues estoy dispuesta a luchar.

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Comments ( 2 )

  • Lidia

    Pues eso digo yo… hasta que te conocì adoraba leer pero ahora como ya te dije en otra ocasiòn me tienes «annamorada» de tus libros!
    esta preciosa historia «Luca»mente me enganchò, madree miaaaaa lo q me lleguè a reir…. asi q mi «valeria»ciòn de este libro es sin duda alguna un 10.
    Y ahora voy a devorar el segundo, graciiiiaaassss,
    tu friki de las palabras

    • Anna García

      ¡Jajaja! Me encantas!

      Disfruta del segundo!

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