—Me encanta la sensación de volar, o más bien, la de caer. Cada vez que tomo impulso con mis piernas, abro los brazos y espero a ese momento en el que me siento caer. Cierro los ojos y, durante esos pocos segundos, imagino que mi cuerpo flota en el aire hasta que empieza a descender. A veces imagino que la cama elástica desaparece bajo mis pies para sentir ese miedo. Es como un cosquilleo en mi barriga, como cuando estás en una montaña rusa. No tengo miedo a despachurrarme contra el suelo. En realidad, siento curiosidad por saber qué se sentiría al hacerlo.

—¡Neil!

Pero eso no se lo puedo contar a nadie porque me mirarían raro o cuchichearían a mi alrededor. Al principio, no entendía por qué lo hacían, pero ya tengo diez años. Soy mayor, sé que soy rarito y que tengo que simular ser “normal”.

Hace unos años, cuando era pequeño, me corté con unas tijeras y, en vez de llorar, no dije nada a nadie para que no me lo curaran y me tiré un par de horas mirando fijamente la herida, expectante ante cualquier cambio. En realidad, sentía curiosidad por ver qué pasaría si se me infectaba… Pensaba que se me caería el dedo… Qué iluso. Ahora soy lo suficientemente mayor como para saber que eso no pasaría nunca… aunque sí podría haber muerto de una infección derivada de esa pequeña herida si mamá no me la hubiera descubierto al bañarme.

—¡Neil! ¡Llegarás tarde! ¡Y es el primer día de clase!

Puede que dicho en voz alta sí pueda parecer un poco raro, pero no lo puedo evitar. Necesito saberlo. Me llama mucho la atención. No sé bien por qué. No entiendo por qué necesito saber cuánto duele romperse una pierna. No sé por qué me quedé mirando cómo aquella serpiente se comía ese ratón en el zoo. Todos los niños gritaban, lloraban o se daban la vuelta horrorizados mientras sus madres les abrazaban. Mamá me miraba asustada mientras yo no apartaba la mirada de ese terrario, con los ojos y la boca muy abiertos. Mientras yo me encaramaba al cristal, ella intentaba disimular y miraba al resto de padres con una sonrisa tétrica en la cara. Creo que en ese momento, deseaba salir huyendo de allí.

—¡Neil!

Papá aparece en el jardín, con mi mochila en una mano, pidiéndome explicaciones con el otro brazo estirado. En cuanto le veo, dejo de impulsarme con los pies y reboto un par de veces más sobre la cama elástica, antes de quedarme quieto con los brazos inertes a ambos lados del cuerpo.

—¡Vas a perder el autobús! —Parpadeo un par de veces, mirándole fijamente—. ¡Neil! ¡¿Hola?! ¡Despierta!

Me bajo de la cama elástica y me siento en el césped para ponerme las zapatillas de deporte. Me ato los cordones lo más rápido que puedo, pero no suelo trabajar bien bajo presión, y me lleva un par de intentos conseguirlo. Tampoco ayuda escuchar a mi padre resoplar desesperado.

—¿Por qué no te pones zapatillas con cierre de velcro? —me pregunta.

—Porque no soy un bebé —contesto susurrando mientras me pongo en pie y corro hacia él.

Me tiende la mochila, que me cuelgo de un hombro, mientras hago un esfuerzo enorme por seguirle a través de la cocina.

—¡Desayuno! —grita, señalando la bolsa de papel marrón que reposa sobre la encimera.

—¿Manzana? —le pregunto al mirar dentro, con una mueca de asco en la cara.

—Tienes que tomar una pieza de fruta al día.

—No tienes por qué seguir tan a rajatabla los consejos de los médicos y nutricionistas.

—Sigo a rajatabla los consejos de tu madre.

—Pero mamá no está en casa…

—¿No me digas? No me había dado cuenta…

—Me refiero a que no hace falta que hagas caso de las órdenes de mamá todos los días…

—Oh, sí. Sí tengo que hacerlo. Ya lo creo que tengo que hacerlo.

—Pero yo no te voy a delatar…

—Gracias, pero créeme, no haría falta. Se daría cuenta de ello.

Al salir a la calle, veo que mi padre está haciendo aspavientos con los brazos, intentando llamar la atención del conductor del autobús escolar, que se pierde calle abajo.

—¡Joder! ¡Mierda! —Me muerdo el labio inferior, intentando contener la sonrisa. No quiero que se dé cuenta de que perderme clase no sería para mí una catástrofe—. ¿Ahora qué hago contigo…? Opciones, opciones… Vamos, Harry…

Gira sobre sí mismo, mirando a un lado y a otro, como si buscara consejo alrededor nuestro. Aunque, en realidad, no hace falta que nadie se los dé, porque nadie sabe más que él de todo. Bueno, excepto mi abuelo.

—Podría irme contigo a la universidad y quedarme en tu despacho… Podría aprovechar para hacer deberes… o leer en la biblioteca… Te prometo que no te molestaré.

Se detiene de golpe, mirando la puerta del garaje.

—Eso es —dice, corriendo hacia ella—. ¡Vamos, Neil!

—¿Me llevas contigo…? —le pregunto incrédulo, colgándome de nuevo la mochila al hombro.

—Te llevo en moto al colegio.

—¿En moto? —le pregunto, incapaz de disimular mi decepción al ver que, como es habitual, me ha ignorado completamente—. Pero mamá te va a matar si se entera.

A veces creo que ni siquiera me escucha. Mamá me dijo una vez que no me lo tomara como algo personal, que papá es así con todo el mundo. No me consuela.

—¿No decías antes que no hacía falta que hiciéramos caso a todas las órdenes de mamá? Póntelo.

—¿No decías antes que preferías seguir sus normas a rajatabla?

Me lanza el casco que suele usar ella, o al menos solía usar, ya que hace mucho que no salen juntos en moto, pienso mientras lo sostengo y lo miro fijamente. De hecho, hace mucho que papá tampoco va en moto, pienso, mirando la preciosa Montesa Impala roja que una vez fue de mi bisabuelo, luego del abuelo y que este le regaló hace unos años. Creo que fue la abuela la que le convenció para hacerlo y que a él se le rompió el corazón cuando lo hizo.

—¿Puedes? —me pregunta, sacándome de mi ensoñación.

Cuando levanto la vista, le veo ya subido en ella, bajándose la visera del casco. Mi padre mola un montón, pienso mientras le miro. Mucho más de lo que yo molaré jamás… Él es especial también, como el abuelo y como yo, pero ellos molan un montón. Yo no. Yo doy miedo.

Me tiende una mano para ayudarme a subir, pero yo niego con la cabeza, poniendo el pie en una de las estriberas y agarrándome de su hombro para sentarme tras él.

»»»

“Mkultra fue un proyecto de la CIA que buscaba encontrar maneras de controlar la mente…”

—Mola… —susurro, justo antes de dar otro bocado a mi manzana y seguir leyendo el libro que reposa en mi regazo.

“En el marco del Subproyecto 68, el doctor Donald Ewen Cameron sometía a los pacientes de su Instituto Memorial Allen en Montreal, con depresión bipolar o trastornos de ansiedad, a una ‘terapia’ que les dejó serios daños y alteró sus vidas de forma irreparable”.

Levanto la vista y miro alrededor, sonriente. En mi colegio, como supongo que en todos, existen varios tipos de especímenes que tengo catalogados en mi libreta bajo el título: “Tipos de especímenes humanos”

  1. Los chicos populares: normalmente son aquellos cuya destreza deportiva tiende a ser inversamente proporcional a su intelecto.
  2. Las chicas populares: suelen ser escandalosas y gritan mientras hablan entre ellas. También mascan chicle sin parar y sus fiestas de cumpleaños son memorables. Al menos, eso dicen, porque nunca lo he comprobado por mí mismo.
  3. Los “empollones”: la mayoría llevan gafas y visten una camisa perfectamente planchada y metida por dentro de los pantalones. Se mueven en manada para evitar ser un blanco fácil para los abusones. Nota: no siempre funciona.
  4. Los repetidores: da igual que solo sean uno o dos años mayores que el resto, ellos intentarán parecer como si tuvieran edad suficiente como para ir a la universidad. Nota: pocos de ellos llegan.
  5. Los tipos malos: miran de reojo a todo el mundo, incluso entre ellos. Intentan intimidar y hacen cosas como robar el desayuno o el dinero de la comida. Dan algo de miedo. Estos pueden pertenecer también al grupo anterior.
  6. El resto: son los que no entran en ninguna de las categorías anteriores. Son majos y no suelen meterse conmigo. La mala noticia para mí es que son pocos.
  7. Yo.

He creado una categoría exclusiva para mí porque no creo encajar en ninguna otra. De hecho, creo que encajo en pocos sitios. Y creo que no me importa. Antes sí. Antes me esforzaba por caer bien, pero cuando se acercaban a mí, me miraban como si fuera un bicho raro. Así que prefiero mantenerme alejado de todos, en mi mundo, sin dar explicaciones a nadie de por qué hago lo que hago. Por eso leo, escribo, imagino, sueño u observo… solo. El abuelo diría que mi mundo es un club demasiado selecto como para admitir a cualquiera, pero me niego a creer que sea especial.

—¡Eh, tú! ¡Pásanos el balón!

Levanto la vista y miro hacia el chico que me ha gritado. Le observo durante un rato. Sin duda, forma parte del grupo uno, y se rodea de algunos especímenes del grupo cuatro y alguna chica del grupo dos.

Cierro el libro y el cuaderno y, mientras me pongo en pie, escucho:

—Si esperas que el rarito lance el balón y llegue hasta aquí, lo llevas fino…

Todos ríen por la ocurrencia, aunque yo hago ver que no los escucho carcajearse.

—¡No es coña! ¡¿Qué esperáis de alguien que sale con libros al recreo?! —insiste el mismo gracioso de antes.

—¡¿Qué tal el verano, rarito?!

—¡¿A cuántos bichos te has cargado?!

Abro los ojos y aprieto los labios con fuerza para evitar contestarle y meterme en líos.

—¡Neil, el rarito! —grita otro—. ¡¿Qué lees, so friky?!

—Nada —susurro.

—A ver.

De repente, cuando ya tenía el balón en la mano, uno de los chicos intenta quitarme el libro, el cual aferro con fuerza.

—Déjame en paz —susurro con miedo.

Giro sobre mí mismo para que no me coja ni el libro ni la libreta, realmente agobiado. Él parece estar divirtiéndose mucho, al igual que su camarilla, a los que escucho animarle. Envalentonado, empieza a empujarme para intentar que me caiga.

Entonces, sin pensarlo demasiado, lanzo el balón todo lo lejos que puedo para intentar alejarle de mí. No sé bien por qué lo he hecho, creo que pensé que si funcionaba con los perros, por qué no iba a hacerlo con él… Pero tengo la mala suerte de que no calculo bien y el balón sale por encima de la valla del patio. Nunca había lanzado tan fuerte, y creo que he elegido un mal momento para conseguirlo. De repente, las risas se cortan, creo que a la par que mi respiración.

—¡Serás capullo!

—No era mi intención…

Las manos del tipo se cierran alrededor de las solapas de mi camisa y me zarandea, justo antes de levantar el puño en alto. En un acto reflejo, y bastante cobarde, la verdad, cierro los ojos y me encojo. Al ver que soy un blanco fácil, rodeado ya por más de uno, me zarandean y me tiran al suelo. Me hago un ovillo y me protejo la cabeza mientras las patadas golpean todo mi cuerpo.

—¡Vamos! ¡Dejadle en paz! ¡Os estáis pasando! —Escucho a lo lejos la voz de una chica, a la que nadie parece hacer caso.

Intento recuperar el libro que se me ha escapado de las manos al intentar protegerme, pero uno de ellos es más rápido que yo y lo coge.

—¡Eh, mirad si es rarito! ¡Está leyendo acerca de experimentos con humanos! —grita otro.

—¡Ah, joder! ¡Qué asco!

—¡Es un puto psicópata!

Me llueven algunas patadas más, hasta que alguien da la voz de alarma y la multitud se dispersa, dejándome solo. Tiran el libro al suelo, que cae a pocos centímetros de mí, y me arrastro hasta cogerlo, al igual que la libreta. Me quedo boca arriba, agarrándolos contra mi pecho, mirando las nubes mientras intento recuperar la respiración, llenando mis pulmones de aire para expulsarlo luego, de forma prolongada.

Mirar las nubes me relaja, siempre lo ha hecho. Me gusta verlas moverse y jugar a buscar parecidos en sus formas. Una vez, estirado con el abuelo en el jardín de su casa, vimos una nube clavadita a Jack Nicholson en El Resplandor.

—¿Estás bien, Neil? —me pregunta el señor Francis, el profesor de literatura, ayudándome a ponerme en pie. Mientras asiento con la cabeza, insiste—: ¿Qué ha pasado?

—Nada… —contesto, empezando a alejarme.

—¿A dónde vas? Tengo que llevarte a la enfermería.

—No, no… De verdad… Estoy bien.

—Neil, tienes varios rasguños con sangre y la camisa rota.

—Mierda… —maldigo al comprobar que tiene razón.

—Insisto. ¿Tienes algo que contarme? —Agacho la cabeza, frunciendo el ceño, pateando el aire con un pie—. Sígueme.

Resoplo mientras lo hago, mirando de reojo a un lado y a otro. No quiero que piensen que me voy a chivar de lo que ha pasado. No soy tonto, y sé que las consecuencias serían mucho peores que los cuatro rasguños que me he llevado ahora.

—¿Querías algo, Judy? —Levanto la cabeza al escuchar la voz del señor Francis—. ¿Tienes algo que contarme?

—No… Nada. No pasa nada.

Reconozco la voz de la chica, es la misma que hace un rato intentó hacer que esos tipos dejaran de pegarme. Cuando nuestras miradas se cruzan, ella me saluda enseñándome la palma de la mano. No entiendo su actitud. ¿Por qué me mira? ¿Por qué me sonríe? ¿Acaso se quiere reír de mí? Nadie es amable conmigo porque sí, así que intento adivinar sus verdaderas intenciones, entornando los ojos, como si la quisiera fulminar con la mirada. Su expresión se ensombrece y, de repente, me enseña el dedo corazón mientras en sus labios puedo leer:

—Que te jodan.

»»»

Estoy solo en la consulta de la enfermería, sentado en una camilla, moviendo los pies hacia delante y hacia atrás mientras me toco la ceja, manchándome el dedo de sangre, que luego chupo.

En ese momento, se abre la puerta y entra el médico, seguido de cerca por la directora del colegio, la señora Higgins, que me ha traído hasta aquí.

—Neil, estamos intentando contactar con tu padre, pero no nos coge el teléfono —me dice ella.

—Estará dando clase —contesto distraído, con la vista fija en el instrumental que el médico ha colocado en una bandeja y acercado hasta mí.

—¿Y tu madre…?

—Está fuera. En Los Ángeles, creo —digo, encogiéndome de hombros—. No hace falta que la moleste. Es solo un corte y tampoco podría hacer nada desde allí…

—Tengo que hablar con tus padres, pero no solo por la pelea, si no por esto también…

Levanto la cabeza y veo que sostiene en alto el libro y mi libreta. Entorno los ojos, confundido.

—¿Por qué? —pregunto, confundido. La directora me mira, creo que sorprendida—. Solo estaba… leyendo. Me… interesan algunas cosas. Es… ciencia.

—De acuerdo, Neil… —interviene entonces el médico—. El corte es algo profundo, y vamos a tener que coserte la ceja. No será nada, no te preocupes.

—No estoy preocupado. Es solo un corte en la ceja. Calculo que dos puntos de sutura. Tres a lo sumo.

—De acuerdo… No te dolerá nada porque te voy a poner un poco de anestesia superficial.

—No —le corto.

—¿No, qué?

—No hace falta que me ponga anestesia… En una escala del uno al diez, ¿cuánto puede doler sin anestesia? Creo que tengo el umbral del dolor muy alto…

El médico entorna los ojos, sorprendido, y luego mira a la señora Higgins, la cual, aún con el móvil en la oreja, me mira con la boca abierta.

—Señor Turner —dice entonces, desviando la atención de mí—. Sí, se trata de Neil…

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