프롤로그

Kumchon, Corea del Norte. 1990

—Mamá, he acabado los deberes. ¿Puedo leer un rato?

Ella mira el reloj que cuelga de la pared, suspira y, sonriendo, asiente con la cabeza. Cuando el niño corre hacia el dormitorio, a ella se le esfuma la sonrisa de la cara. Es tarde y él no ha vuelto aún a casa, y eso sólo puede significar una cosa. Y da igual lo que ella haga, nada le parecerá bien ni le calmará. Así que lo único que puede hacer es proteger a su hijo. Noche tras noche. Y soñar con darle un futuro mejor. Un futuro que está cada vez más cerca.

Sin dejar de controlar el reloj de la pared, recoge los cuencos de la cena y los friega en el barreño. En la habitación, la luz de la linterna sigue encendida y se escucha el sonido de las páginas de su libro al pasarlas. En el exterior, las voces de la gente se han acallado ya. En su lugar, se oyen varios grillos cantando, así como el sonido de algún generador de electricidad. No está permitido, pero existe una especie de ley del silencio para encubrirse unos a otros. Nadie dice nada, aunque sepan lo que pasa de puertas para dentro en cada casa.

Con todo ya recogido, se dirige al dormitorio. Su hijo la mira sonriendo, y enseguida apaga la luz de la linterna. Cuando su madre se tumba a su lado, se acurruca junto a ella, agarrándola de la camisa del pijama con fuerza hasta que los nudillos se le tiñen de color blanco. En el fondo, él también sabe lo que pasará y teme por ella.

—Te quiero… —susurra.

—Y yo a ti, hijo mío.

El sonido de la puerta al cerrarse les alerta. Los dos abren los ojos de golpe y se quedan inmóviles, escuchando atentamente. El ruido de los golpes en los muebles es inconfundible, así como el de los jadeos y quejidos.

—Jung Se, corre al armario… —le susurra su madre con el pánico instalado en la mirada. Él niega con la cabeza, incapaz de dejarla sola, agarrándola de las muñecas—. Estaré bien. Corre.

—No, mamá.

—Sí. Hazme caso. —Él niega con la cabeza de forma repetitiva, mientras las lágrimas ya se agolpan en sus ojos—. Por favor. Hazlo por mí.

Escondido dentro del armario, con las piernas encogidas y las manos en las orejas, aprieta los dientes con fuerza, intentando no hacer caso a los gritos y los llantos.

Horas después, la puerta del armario se abre. Asustado, se encoge y se tapa la cara, pero unas manos finas le acarician con dulzura. Tras ellas está el rostro magullado de su madre. Intenta sonreír para tranquilizarle, y entonces se da cuenta de que le falta un diente. Con expresión preocupada, acerca sus manos temblorosas a la cara de su madre, pero ella se las aparta.

—Ven a la cama… —le dice con dulzura. Asustado, mira por encima de su hombro—. No te preocupes. Ya se ha dormido.

Cuando se estiran, su madre le arropa con la colcha, pero él no puede dejar de temblar. Ella le estrecha entre sus brazos, acurrucándole en su pecho y posando los labios en su cabeza.

—Todo acabará pronto. Te lo prometo…

» » »

—¡Corred! ¡A por él!

—¡Que no escape!

Un grupo de unos diez niños le persiguen mientras él intenta darles esquinazo metiéndose entre los puestos del mercadillo ambulante. Siente su pecho arder y le duelen los pies, pero no puede permitirse dejar de correr. Ya sabe lo que pasa y cómo acaba.

—¡Separaos y le rodeamos! —escucha que gritan a su espalda.

Con la boca abierta y el corazón bombeándole con rapidez, gira una esquina y se cuela en el paso estrecho entre dos puestos de fruta. Se hace un ovillo y espera, muy quieto, para intentar que pasen de largo.

—¡Eh, tú! ¡Largo de aquí! —le grita uno de los tenderos.

Asoma la cabeza y, tras comprobar que no hay rastro de ninguno de los chicos que le perseguían, sale de su escondite y corre en dirección contraria.

Cuando sale del mercadillo se permite el lujo de empezar a sonreír y aminorar la marcha, pero entonces, de sopetón, le agarran de la mochila.

—¡Te pillé! ¿A dónde ibas, mierdecilla?

—Yo no… No he hecho nada…

—Yo no he hecho nada… —se burla de él el chico mientras llegan los demás y les rodean.

Asustado, mira alrededor mientras levanta las palmas de las manos. Gira sobre sí mismo y encoge el cuerpo, de forma inconsciente, para protegerse.

—Yo no… —empieza a repetir. Uno de los niños alza el puño y él se encoge de nuevo, desatando las risas y burlas de los niños—. ¡No, no, no! ¡Por favor!

—¡Miradle, está cagado de miedo…!

—¡Buh! —le asusta otro niño, que le empuja y le tira al suelo.

—¿Por qué me hacéis esto? —les pregunta, muy asustado, mientras intenta arrastrarse hacia atrás.

—¡Porque nos dejas en ridículo en clase! —grita uno.

—¡Y porque sacas demasiadas buenas notas! ¡Y siempre sabes las respuestas de todo! —interviene otro.

—¡Sacas buenas notas porque tu padre le da dinero al director del colegio! —le grita otro.

—¡Y porque tu padre tortura a la gente!

—¡Tu padre torturó y encarceló al padre de Gong Se Woo por tener un generador de luz!

Incrédulo, los mira a todos gritándole, entornando los ojos. Saca buenas notas porque se le da bien, y duda mucho que su padre pague dinero por algo relacionado con él, pero ha aprendido que nunca tiene que contradecirles.

—¡¿Sabéis qué podemos a hacer?! ¡Romperle los libros para que no pueda estudiar y así su padre le pegue a él!

Alarmado, abre mucho los ojos y se aferra con fuerza a su mochila, apretándola contra su pecho. Enseguida empiezan a lloverle los puñetazos y las patadas. Intenta arrastrarse para escapar, pero está completamente rodeado, así que al final, se rinde y se hace un ovillo en el suelo mientras espera a que se cansen y dejen de pegarle. Llega un momento en el que deja de sentir los golpes. Estirado boca arriba, con los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo, se limita a mirar el cielo mientras su cuerpo es zarandeado. Las nubes se mueven lentamente, y se concentra en intentar adivinar las formas que van tomando.

Ni siquiera sabe el tiempo que pasa hasta que vuelve en sí y gira la cabeza para mirar a un lado y a otro. La gente se mueve alrededor suyo, haciendo ver que no le ven. Otros, simplemente, le esquivan. Cuando se pone en pie, se acerca a una fuente cercana y observa su maltrecho reflejo en el agua. Se toca la sangre que mana de su nariz y el pómulo algo hinchado, haciendo una mueca de dolor. Contrariado, también se da cuenta de que le han roto la camiseta.

Llega a casa arrastrando los pies, levantando la tierra a su paso. En el patio intenta limpiarse un poco mejor la sangre de la cara, frotándose con vigor mientras las lágrimas ruedan por sus mejillas y los sollozos le impiden respirar con normalidad.

—¿Jung Se? —Su madre sale al patio y, al verle, corre hacia él—. ¡Jung Se! ¿Qué ha pasado?

Él es incapaz de hacerse entender a causa de los sollozos. Balbucea palabras sin sentido, hasta que su madre le ayuda a entrar en casa. Jung Se mira alrededor pero su madre niega con la cabeza para tranquilizarle.

—¿Otra vez? —le pregunta su madre, y él asiente con la cabeza, apretando mucho los labios.

—Se… ha roto la camiseta… —consigue susurrar al cabo de un rato.

—No pasa nada. Te la remendaré. Ve a lavarte. Corre.

—¿No estás enfadada?

—No —niega con la cabeza a la vez.

—Pero no he podido… pararles.

—Porque tú no eres como ellos. Eres mejor.

» » »

—¿Qué haces?

—Coser una camiseta.

—¿La ha vuelto a romper? ¡Este niño no cuida sus cosas!

—Es bastante vieja ya… No pasa nada…

—¿Por qué le defiendes siempre?

—Porque es nuestro hijo… —se atreve a contestarle, aun consciente de que eso puede desatar su ira.

Él la mira con desprecio, y le arranca la camiseta de las manos. Camina con decisión hacia el dormitorio mientras su mujer intenta agarrarle para detenerle, suplicándole a la vez.

Jung Se le observa desde un rincón de la habitación, agazapado y asustado. Cuando ve la camiseta en su mano, mira a su madre, que parece pedirle perdón con la mirada, justo antes de colocarse frente a su marido, intentando bloquearle el paso.

—¡¿Qué te ha pasado en la cara?! —grita su padre entonces. Jung Se niega con la cabeza—. ¡¿Te han pegado de nuevo?!

Al ver que sigue sin hablar, el padre se intenta abalanzar sobre él con el brazo en alto. Entonces la madre grita y se coloca entre ambos. El padre la empuja con fuerza a un lado y Jung grita desesperado.

—¡No! ¡Mamá!

Seguro que los vecinos pueden oírlos, como casi cada noche, pero nadie hará ni dirá nada. Él es un capitán de las Fuerzas Terrestres del Ejército Popular, con un impecable historial militar y con aspiraciones a ocupar un alto cargo en un futuro en Pionyang. Y, aunque todos saben lo que ocurre, nadie se atreverá jamás a hacerle frente.

—¡Dime, ¿te han pegado de nuevo?! —grita, agarrándole de la camiseta y zarandeándole—. ¡Y seguro que no te has defendido, ¿a que no?! ¡Eres un mierda! ¡No eres digno de mí!

—¡Déjale! —grita su madre.

—¡Tienes diez años ya! ¡Deberías saber defenderte! —sigue reprochándole mientras los golpes vuelan sin cesar.

—¡Por favor! ¡Por favor, no me mate! —le suplica mientras su padre le agarra de la ropa y le zarandea mientras le pega—. Por favor… No…

El aliento ebrio de su padre parece golpear en su cara, justo antes de que lo hagan sus puños, justo antes de que su madre vuelva a agarrarle para impedírselo, justo antes de que él corriese de nuevo al armario para esconderse. Como siempre.

» » »

—Jung Se. Jung Se. Despierta, Jung Se. —Sobresaltado, abre los ojos y encoge el cuerpo, tapándose la cara—. Tranquilo. Soy mamá. Vamos.

Aturdido, con los ojos muy abiertos, mira alrededor. Su padre está dormido con la boca abierta, roncando. Cerca de él, en el suelo, hay un par de botellas de soju[1]. Entonces mira a su madre, que sigue arrastrándole hacia la puerta.

—¿Mamá?

Su madre le coge la cara con ambas manos y se pone un dedo en los labios para pedirle que guarde silencio. Señala los zapatos en la entrada y le ayuda a ponerse un jersey. Cruzan el patio y corren en silencio calle abajo.

Jung Se no entiende nada, pero sigue corriendo incluso cuando salen del pueblo. Una camioneta parece esperarles. El conductor les ayuda a subir en la parte de atrás y les tapa con una sucia manta. Enseguida escuchan el motor rugir y a sentir los baches.

Acurrucado contra su madre, se atreve a levantar la cabeza y mirarla. Descubre nuevos golpes y arañazos que, con dedos temblorosos, acaricia con la yema de sus dedos.

—Lo siento —susurra, y su madre le mira sorprendida, frunciendo el ceño—. Lo siento mucho. Perdóname.

—No. No digas eso. Nunca debí permitirlo. Me da igual lo que me haga a mí, pero nunca debí permitir que te lo hiciera a ti también.

Jung Se aparta la manta para intentar adivinar hacia dónde se dirigen. Aunque nunca ha salido del pueblo, parecen estar descendiendo la ladera, hacia Kaesong[2]. Pero se desvían por caminos secundarios llenos de vegetación y apartados de la civilización. Son caminos difíciles, llenos de piedras y grandes raíces, donde los amortiguadores de la camioneta sufren lo suyo.

Cuando esta se detiene un buen rato después, el conductor aparta la manta y les ayuda a bajar. La madre le tiende un sobre y él comprueba el interior. Satisfecho con lo que ve, señala hacia un punto entre los árboles.

—La frontera está allí, pasados esos árboles. Luego está el río. La desembocadura está cerca, así que hay algo de marea. —La madre asiente de forma nerviosa, echando rápidos vistazos hacia los árboles, agarrando con fuerza la mano de su hijo—. Esta parte no es de las más anchas… No llega a un kilómetro.

—Está bien. Gracias.

—Naden rápido. Tienen que llegar al otro lado antes de que amanezca.

—De acuerdo. —La madre se humedece los labios, eligiendo con cuidado las palabras—. Por favor… Se lo suplico…

—No se preocupe.

—Pero él no dejará de buscarnos…

El tipo asiente con la cabeza, justo antes de añadir:

—Escóndanse bien.

La madre tira de Jung Se mientras él mira hacia atrás, viendo cómo el tipo se monta en la camioneta y esta se aleja. Entonces empieza a llover muy fuerte, y el terreno se vuelve un barrizal resbaladizo y difícil de recorrer.

Se detienen en seco cuando llegan a una especie de barrera hecha de alambre de espino. Su madre le estrecha contra ella, justo antes de agacharse a su altura.

—Jung Se, en cuanto crucemos esto, quiero que corras y no te detengas. Y que te lances al río y nades hacia la otra orilla. Sin mirar atrás. Sin detenerte por nada ni por nadie.

—Pero, mamá…

—Yo iré contigo, pero si nos separamos, quiero que sigas adelante. Prométemelo.

Jung Se coge aire hasta llenar sus pulmones. Se muerde el labio inferior y entonces exhala mientras asiente con la cabeza.

Y entonces su madre tira de él. Se arrastran por debajo de la alambrada para cruzarla, llevándose más de un arañazo, y empiezan a correr hacia el río. El agua está muy fría y Jung Se enseguida empieza a tiritar.

—Nada, Jung Se. Nada —le pide su madre, sin soltarle la mano.

Aunque intenta mantenerse a flote, la ropa y los zapatos empiezan a pesarle mucho, y los brazos y las piernas se le cansan pronto. Además, el frío empieza a entumecerle los músculos.

—¡Jung Se! —escucha gritar a su madre cuando su cabeza se hunde. Él lucha por nadar hacia arriba, impulsándose con manos y pies, aunque a duras penas consigue asomar los ojos—. ¡Jung Se!

Su madre, desesperada, gira sobre sí misma, moviendo brazos y piernas sin parar. Alrededor suyo sólo hay oscuridad, aunque es probable que sus gritos hayan alertado a algún policía fronterizo. El hombre de la camioneta le advirtió de ello.

—Intente no gritar para no llamar la atención, o dispararán sin siquiera preguntar —le dijo.

Pero ahora mismo, nada de esto tiene sentido sin Jung Se, así que sigue nadando en círculos, buscándole desesperadamente.

—¡Jung Se!

En ese momento, la cabeza de su hijo emerge, cogiendo una enorme bocanada de aire y escupiendo agua. Ella se apresura a cogerle de nuevo de la mano.

—¡Mamá! ¡Me ahogo!

—¡No! ¡Sigue nadando! ¡Sigue nadando! ¡No pares! ¡No te detengas!

Se quita los zapatos para deshacerse de algo de peso y poder hacer caso a su madre. Y aunque el agua helada se le antoja como cuchillos clavándose en su piel, sigue pateando con fuerza.

—¡Mamá! ¡Mamá! —grita mientras intenta apartarse el pelo de los ojos.

—¡Nada, hijo! ¡Tenemos que llegar al otro lado!

En ese momento, se empieza a oír el ruido de un motor y un foco de luz ilumina el agua. Asustados, los dos empiezan a nadar hacia la otra orilla.

—Jung Se, cuando yo te lo diga, tendrás que hundirte, ¿de acuerdo?

—Pero mamá…

—No nos pueden ver.

—Pero… moriremos…

—Hijo, si nos quedamos, acabaremos muriendo tarde o temprano.

En estado de shock por la afirmación de su madre, deja de moverse y la mira fijamente, realmente asustado. De repente es plenamente consciente de su significado, del motivo de la huida, de la gravedad de todo, de la valentía de su madre… de lo mucho que ella le quiere.

—Húndete —le dice ella en ese momento, y él le hace caso de inmediato.

El halo de luz pasa por encima de sus cabezas. Jung Se mira hacia arriba, aguantando la respiración. Cuando todo se vuelve oscuro de nuevo, ambos emergen a la superficie, se miran y continúan nadando hacia la otra orilla.

La madre no deja de mirar hacia atrás, hacia donde procede el ruido del motor, atenta por si tuvieran que volver a sumergirse. A Jung Se le arde el pecho y las fuerzas empiezan a fallarle.

—Húndete —le vuelve a pedir su madre.

Ella lo hace de inmediato, pero él aún necesita unos segundos más. Respira de forma atropellada y gira la cabeza en la dirección del barco justo cuando tiran de él hacia abajo, hundiéndole en el agua. Las burbujas salen de su boca cuando grita asustado, pero entonces ve a su madre frente a él, cogiéndole la cara. La determinación en los ojos de ella le calma enseguida.

Cuando vuelven a emerger, descubren la orilla a pocos metros de distancia. La madre tira de él con fuerza, impulsándole por delante de ella.

—Corre, Jung Se —le pide ella cuando él consigue tocar la tierra con las manos.

—Mamá —dice él, girándose para mirarla.

—Corre.

—¡No! ¡No me voy a ir sin ti!

Viendo que su hijo no tiene intención de moverse, la madre patea el agua con fuerza y llega a la orilla, tumbándose mientras intenta recuperar el aliento. Jung Se empieza a tirar de ella, agarrándola del brazo, así que se pone en pie y siguen corriendo.

El suelo bajo sus pies ha cambiado, pero ellos no se han dado cuenta. De repente, otras luces les deslumbran de frente. Se escucha un ruido ensordecedor que les paraliza. Jung Se levanta los brazos e intenta protegerse de la luz. Su madre le agarra e intenta protegerle. El ruido se detiene a escasos centímetros de distancia, y las luces se apagan.

—¿Están bien? —escuchan una voz que les pregunta.

Asustados, retroceden unos pasos conforme el hombre se va acercando. El tipo les observa frunciendo el ceño. No sabe de dónde han salido, pero no parecen estar en buenas condiciones. Están sucios, además de completamente empapados. Tienen el miedo reflejado en los ojos y en prácticamente todos los poros de su piel. El crío incluso va descalzo.

—¿Se encuentran bien? —insiste, esta vez sin acercarse.

—¿Estamos en el sur? —pregunta la mujer—. ¿Es esto Corea del Sur?

—Eh…

—¡Conteste!

—Sí, eh… Sí… Estamos cerca de… Paju, a una hora en tren de Seúl. Perdone, pero… ¿se encuentran bien?

—Me llamo Choi Yon Hye. Él es mi hijo, Choi Jung Se, y solicitamos asilo político por razones humanitarias.

—¿Qué? —les pregunta el hombre, totalmente confundido.

—Me llamo Choi Yon Hye. Él es mi hijo, Choi Jung Se, y solicitamos asilo político por razones humanitarias. Me llamo Choi Yon Hye. Él es mi hijo, Choi Jung Se, y solicitamos asilo político por razones humanitarias —repite la mujer una y otra vez.

 

[1] Licor de arroz

[2] Kaesong es una ciudad norcoreana situada en extremo sur del país, cerca de la frontera con Corea del Sur.

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